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  • Efren con uVe

Iwahig: una cárcel modelo


Mientras preparábamos nuestro viaje devoramos cientos de blogs de otros viajeros en busca de información o de destinos que no podíamos perdernos. En ese afán de conocimiento fuimos seleccionando aquellos con los que más nos identificábamos y a los que recurrimos a menudo también durante este viaje alrededor del mundo.

Muy cerca de Puerto Princesa, dónde os dejábamos en nuestra entrada anterior, se puede visitar el río subterráneo, patrimonio de la humanidad por la UNESCO y considerado una de las nuevas siete maravillas del mundo moderno. Sin embargo, en esta ocasión nosotros buscamos algo mucho más alejado de los circuitos turísticos, algo de lo que habíamos leído en uno de nuestros blogs viajeros favoritos: Marcando el polo. Tras leer su experiencia allí, lo teníamos claro: nosotros también queríamos hacer una visita a la Prisión-Granja de Iwahig.

Al llegar a las inmediaciones de la cárcel, (situada a poco más de 15 km de Puerto Princesa) el enorme cartel de bienvenida ya nos indica que algo allí es distinto al resto de prisiones. Tras dejar nuestros nombres, mejor dicho, solo el mío, en la garita de la entrada y charlar un poco con los guardas seguimos hacia el interior de las instalaciones. Es chocante que en Filipinas hayamos pasado controles más severos para entrar en un centro comercial que en una cárcel.

A escasos metros ya nos encontramos con los primeros reclusos, trabajando en una carretera que realmente necesita una reparación. En Iwahig todos los internos tienen un trabajo en base a sus capacidades.Nada los separa de la “libertad”. Ni alambradas, ni muros, ni siquiera guardas armados que los vigilen. Nos preguntamos que los retiene allí. ¿Por qué no se escapan?

Seguimos avanzando unos kilómetros adentrándonos en las más de 23000 hectáreas que ocupa la prisión mientras atravesamos arrozales, dejando al lado una bonita laguna artificial y rodeados de verdes montañas y bosques tropicales que nos recuerdan a la imaginaria que tenemos de África. Nadie podría imaginarse allí que estamos en una prisión.

Por el camino nos cruzamos con más internos que van y vienen con sus camisetas de colores, que se corresponden al estatus de seguridad al que están sometidos. Los presos con camisetas marrones son de mínima seguridad y los de azul de media. De momento sólo vemos una camiseta naranja, que se corresponde a los internos de máxima seguridad, pero es un muñeco que saluda a todos los visitantes.

En nuestro camino pasamos al lado del modulo de mínima seguridad y también de alguna choza hasta que por fin llegamos a la zona central donde se encuentran los edificios administrativos del penal.

En mitad de un apagón general en las instalaciones nos recibe Marilyn, secretaria que hace las veces de portavoz. Tras una primera introducción en la que nos explica un poco el funcionamiento del centro y también nos cuenta un poco del punto de vista “no oficial”. "En Iwahgig la mayoría de los internos cumplen largas condenas y están aquí para pasar el final de las mismas", nos dice. También nos explica un poco sobre los programas de inserción y de seguimiento que van implantando. Nos parece lógico todo lo que nos cuenta y nos sorprende y hace pensar que este modelo de prisión no se haya exportado a los países "desarollados".

Al finalizar nos invita a visitar las instalaciones pero sobretodo que no dejemos de visitar el barracón donde está la tienda de souvenirs de la cárcel. En ella, nos explica: “se venden productos hechos a mano por los internos cuyos beneficios son repartidos entre los presos”.

Hacia allá vamos y de camino conocemos a Pilar, que regenta una pequeña tienda de comestibles. Ella es la esposa de uno de los presos. Uno de los privilégios de los internos de Iwahig con mejores conductas y que estuviesen casados tienen la posibilidad de traerse a su familia y vivir en pequeñas casas de estilo filipino fabricadas por ellos mismos. Allí también está Andy, el primer interno con el que intentámos entablar conversación. Es un poco tímido y le cuesta responder a nuestras preguntas así que no lo molestamos más y continuamos con la visita.

La siguiente parada es en el pabellón de la tienda. Al entrar en este colosal edificio vemos que en el fondo hay varios internos que nos miran. Los saludamos y nos devuelven el saludo indicando que nos acerquemos. En pocos segundos varios se congregan a nuestro alrededor curiosos de los desconocidos. Tras los saludos de cortesía, Ricardo (así se hace llamar) toma la iniciativa. Nos invita a sentarnos y tras una breve presentación nos explica que todos forman el grupo de danza Iwahig Dancing Inmates, uno de los programas de reinserción. Nos cuenta que todos se conocieron en la cárcel de Manila, un infierno llamado Muntilupa. Al igual que los allí congregados, la mayoría de los inquilinos de Iwahig cumplió los primeros años de su condena en la sobrepopulada cárcel de Manila. Muchos de los presentes, como casi todos los que conocimos en Iwahig, cumple condena por asesinato. Sabiendo sus edades y por los años que nos dicen llevan de condena, nos imaginamos una infancia muy dura y sobretodo una adolescencia de pesadilla.

Tal vez por su mirada o quizás porque era el que mejor habla inglés del grupo,

conectamos especialmente con Ricardo. “¿Por qué estais aquí sentados con nosotros?”, nos pregunta directamente. “Muchos de los visitantes sólo entran, miran los souvenirs y se van sin ni siquiera mirarnos. ¡Nos tienen miedo!", dice. Nos agradece una y otra vez que estemos allí sentados con ellos y poco a poco se siente más cómodo para contarnos más sobre él y sobre el resto. Aunque parece el más joven de todos tiene ya 36 años y aún le quedan 13. Al que más de todos los que estaban allí.

Rafael (tampoco es su nombre real) nos dice que solo le quedan dos años. Cuando lo dice su cara de niño se ilumina y sonríe. Parece que en sus ojos ya puede ver ese día. A Paul le preocupa que Carmen esté depilada aunque los dos nos damos cuenta de lo que realmente ocurre. Debe ser muy duro estar encerrado.

Como aún no hay luz, se excusan diciéndonos que no pueden ofrecernos un baile pero podemos buscarlos en Youtube donde tienen varios vídeos. Nos cuentan orgullosos que un famoso periodista británico les ha dado un poco de voz más allá de los viajeros que como nosotros trasladamos sus historias. Ricardo fantasea con que un día todo el mundo conozca su historia. También hubo tiempo para las bromas y para que el grupo luciera sus tatuajes. Dos de ellos llevan el nombre de Efrén tatuado. Según nos cuentan es costumbre tatuarse el nombre de los buenos amigos en la cárcel.

Nos vamos pero no sin hacernos una sesión de fotos. Incluso no teniendo nada nos quieren agradecer que hayamos pasado un rato con ellos se empeñan en que nos llevemos un pequeño barco en botella y unas gafas ralladas. El barco está en lugar seguro y las gafas al escribir este artículo, dos meses después, siguen en nuestro equipaje. Nosotros volveríamos luego con un par de paquetes de tabaco. “Es nuestro único medio de escape, la única manera que tenemos para olvidarnos de nuestras mentes”, nos contaban.

Tras una rápida visita a la iglesia donde conocemos al sacristán somos invitados a sentarnos a la sombra en una cantina. Allí nos encontramos con Fidel y Noel. Al primero sólo le queda un año y el segundo está ansioso por conocer el resultado de la revisión de condena. Tal vez se vaya a casa antes de lo esperado. Les preguntamos que harán al salir, “buscar un trabajo”, dice el primero. “Yo volveré con mi familia, en mi pueblo natal”, nos contesta el segundo. Los dos cumplen condena por homicidio. Se les ve felices y no dejan de bromear con nosotros pero se siente que sus familias están lejos.

Mientras comemos un plátano frito que nos ofrece un vendedor que pasa por allí un oficial regresa en un camión cargado de internos. Su jornada laboral y la de los internos que trabajan en los campos de arroz acaba de terminar. Se nos acerca y tras enterarse que somos españoles comienza un discurso en el que emplea el español, el inglés y el cebuano con un marcado acento que nos cuesta sacar nada en claro. Eso sí, se despide cantando una de Julio Iglesias.

De regreso al pabellón principal nos acercamos a un grupo que está resguardándose del calor debajo de un árbol. Nos invitan a sentarnos con ellos y de esta forma conocemos a Randy, Nonito e Ivan. A los dos últimos los liberan el lunes. Ya no visten la camiseta de inmate (interno) y sus caras son aún más sonrientes que el resto. Sus mentes ya son libres, ya no están allí dentro. A Randy, que es el sastre y no deja de pedirnos cigarrillos mientras cose unos pantalones, le quedan dos años.

En las instalaciones de Iwahig hay de todo, tiendas, cantinas, médico, iglesia. Es en toda regla un barangay (uno de los más limpios y bonitos que hayamos visto). También hay una escuela. En ella conviven y aprenden juntos hijos de reclusos y empleados de la prisión, ya que la mayor parte de los estos y sus familias también viven allí. Sin ir mar lejos la profesora es esposa de un oficial y hermana de un antiguo interno. Los niños como casi siempre son felices y nos sonríen. Juntos cantamos un villancico, hacemos el payaso, nos reimos y también nos hacemos un selfie.

El día toca a su fin y ya de salida nos desviamos hasta una piscina natural que se encuentra en los dominios de la prisión. La dueña de nuestro albergue nos habia hablado de este sitio ya que es un lugar muy visitado sobre todo en verano por la gente de Puerto Princesa. El lugar está administrado por los propios internos y hay que pagar una pequeña entrada si se quieren utilizar las instalaciones. Otra forma de obtener algún beneficio que imaginamos repercutirá en los interrnos.

Nos vamos pero la visita nos hará reflexionar largo rato aún. La experiencia, muy intensa. ¿Realmente acababábamos de visitar una carcel sin muros? ¿Un centro en el que se trabaja más en la reninserción que en el castigo? ¿Dónde ves niños correr a la escuela y dónde te puedes sentar a comer algo mientras escuchas las historia de viejos internos?. Otras muchas preguntas vienen a nuestra mente ¿A dónde va el dinero que se obtiene en la venta de los productos que se cultivan en los campos? ¿Privilegios a cambio de trabajo? ¿Es un modelo que se debería adoptar en otros sistemas penitenciarios? ¿Qué espera a esos internos cuando regresen a sus lugares de origen?...

¿Vosotros que pensáis?

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