Dejamos Kampot a las once de la mañana tras un cambio de minivan y mil arreglos con los camboyanos. Los occidentales se indignan, reclaman, se quejan por el retraso, la falta de espacio… pero una vez en camino todo el mundo se relaja, charla y comparte anécdotas de viaje. Esto me hace reflexionar en lo estresados que vivimos y también en la imagen que los locales pueden llevarse de los turistas.
Hacia las dos de la tarde estábamos ya en Phnom Penh, hicimos rápidamente el check-in en el hotel Good Morning Guesthouse y fuimos a buscar un sitio donde comer. La ciudad es peculiar y más bonita de lo que esperábamos pero también tiene algo de desolador. Hay más gente pidiendo y viviendo en la calle que en el resto del país. En las orillas del río se puede ver mucha basura, gente viviendo en pequeñas barcas y alguna que otra rata. Además, en las calles céntricas donde están los hoteles, bares y restaurantes se ven establecimientos llenos por bonitas mujeres vestidas al puro estilo occidental. No hace falta ser muy avispado para darse cuenta de lo que pasa por esta zona llena de turistas occidentales. De nuevo nos perdemos en reflexiones y pensamientos…
Mientras tomamos algo en la terraza de un bar conocemos a Kessara, un hombre de 65 años que vino del campo a buscarse la vida a la ciudad. Tiene dos hijas jóvenes y quiere darles un futuro mejor. Nos cuenta la historia del país. Nos habla de cuando lo enviaron de joven a los campos de trabajo durante el régimen de los Jemeres Rojos y de lo afortunados que fueron los de su “equipo” ya que sobrevivieron gracias a que consiguieron sacar adelante buenas cosechas de arroz. “Otros“, nos dice, “no tuvieron tanta suerte“.
Le preguntamos si no es difícil para él hablar de esta época. Responde de una manera que nos deja asombrados. Nos comenta “esa es la verdad y hay que contarla, y para callarme tendrían que matarme”. Toma un trago a su cerveza y se llena de orgullo al decir estas palabras.
Sabemos que Kessara utiliza su historia para caer bien a los turistas, darles lo que están buscando y de paso sacarse un dinero. No lo podemos juzgar por ello. Lo mejor de todo es que sueña con volverse famoso, que le publiquen sus memorias y hasta que le den un premio. Sueña despierto y nos cuenta “quizás algún día publicaran mi libro en Europa y tendré que ir con mi familia a firmar autógrafos“. Nos fascina la energía con la que habla y que a pesar de su edad aún tiene proyectos y grandes esperanzas. A su edad en España estaría pensando en retirarse y cobrar una pensión.
Antes de despedirnos le preguntamos como ve el presente y el futuro de Camboya. “Cloudy” (nublado), nos responde. “Aquí el 95% de la población es pobre, es imposible que nos vaya bien“, afirma con seguridad. Considera Camboya un país muy corrupto pero en cierta forma dice poder justificar dicha corrupción ya que “los salarios no llegan… nada es gratis en este país y la gente hace lo que puede”, culmina.
Volvimos a ver a Kesara varias veces durante nuestros días en la capital de Camboya. Siempre le saludábamos y él se esforzaba en recordar el poco español que conoce. Hay muchos otros Kessaras en el mundo que, por desgracia, recorren las calles de sol a sol en busca de un futuro más digno, para él y para los suyos. Hombres valientes que no dejan que nada ni nadie les haga perder la sonrisa.
¡Mucha suerte, amigo!