Por fin llegaba el momento de conocer el subcontinente, de ver la tierra de los sentidos, de los olores, de los contrastes. India se encontraba a unas horas en autobús y nosotros estábamos más preparados que nunca para descubrirla.
En los meses precedentes al viaje nos habíamos estado preparando para viajar por Siberia, China y el sudeste asiático. Habíamos leído guías, visto infinidad de documentales y vídeos por internet, pero nuestra búsqueda se terminaba en Myanmar. El resto del viaje lo prepararíamos sobre la marcha, con la experiencia adquirida y ayuda de los amigos que nos acompañarían en los meses siguientes.
Sin embargo, mentiría si dijese que no sabía nada de la India. Todos tenemos una idea predefinida de este impresionante país y su cultura milenaria. Todos tenemos un conocido que ha estado en la India y nos ha relatado su viaje. Y es que el paso por el país de Gandhi no deja indiferente a ningún viajero. Quien haya estado en India no desperdiciará la oportunidad de hablarte de ello, ya sea por el amor o por el odio a lo experimentado durante la aventura.
En todos estos meses viajando nuestra imagen de India se había ido modificando y era cada vez más nítida, especialmente gracias a las historias de otros viajeros que habían pasado por allí. Todos necesitan hablarnos de ella, como si fuese de una antigua relación amorosa. O acaso lo era… El caso es que estas historias no hacían más que aumentar nuestras ansias por descubrirla.
Entramos en India en autobús desde Katmandú, la capital de Nepal. Como nuestro amigo Ranga mencionó un día, “Nepal es el hermano pequeño de India” y comparten muchas tradiciones y cultura (además que alguna que otra rivalidad). Nepal había sido la antesala perfecta. Una agradable introducción a la grandiosidad del pueblo indio.
Y entramos en India por una de sus puertas grandes, puede que la más importante. Nos fuimos directos al alma del hinduismo: Varanasi.
La ciudad de los templos
Poco os puedo contar de la ciudad de los templos que os haga entender lo que uno siente en ese lugar cargado de energía y misticismo. En Varanasi (conocida en español como Benarés) se veneran los 330 millones de dioses del hinduismo. Todos en una misma ciudad, en infinidad de templos que se expanden por todos sus rincones. Varanasi hay que visitarla (al menos una vez en la vida), pero sobre todo hay que escucharla, olerla, sentirla, probarla, amarla y odiarla. Si no sientes el todo y la nada durante tu visita a la ciudad, es que no has sabido vivirla. Porque Varanasi es la ciudad de la vida y la muerte.
Un sabio loco nos dijo un día que Varanasi es “el caos primigenio”. El principio de todo y su final. Una historia cíclica, como las reencarnaciones. Para los hinduistas la ciudad de los templos es un lugar sagrado. Miles de peregrinos se congregan en sus ghats cada día para redimirse de sus pecados en las aguas contaminadas del río Ganges. Según la religión, todo hinduista debe limpiar sus pecados en este río sagrado al menos una vez en la vida.
En las orillas del río Ganges en Varanasi se incineran decenas de cuerpos cada día. Las llamas son continuas: el fuego arde 24 horas al día, 7 días a la semana, 365 días al año. Es el fin. Y el principio. Porque Varanasi es una de esas ciudades que nunca duerme. Está abarrotada de almas: vivas, atrapadas, libres, desgraciadas, reencarnadas, divinas y mundanas. En Varanasi hay sitio para todos y todos quieren venir a redimirse aquí, a renacer aquí, a morir aquí. Y es que todo aquel que perece en Varanasi queda liberado del ciclo de reencarnaciones.
Para comprender Varanasi hay que conocer otras formas de entender la vida y la muerte, hay que saber cómo conciben otros su espiritualidad, cómo afrontan la muerte y cómo entienden la vida. Y aunque, como yo, no creas en la existencia de un ser superior, mentirías si dijeses que no hueles el aroma que se respira en Varanasi, que no sientes el peso de la energía que la rodea. Es sin duda un lugar especial.
Podría seguir horas hablando de una ciudad en la que apenas pasé tres días. Una ciudad con escenarios de película donde los personajes parecen salidos de diferentes épocas y países lejanos, distintos a cualquier realidad cercana. Un lugar donde uno presencia imágenes que le será difícil borrar de la retina y otras que intentará inmortalizar para siempre. Quisiera hablar de los peregrinos, de los sadhus, de los aghoris, de las vacas sagradas, del Templo de Oro, de los rituales a orillas del Ganges, de la música al otro lado del río, del tráfico, el ruido, la pobreza, el olor de la noche y la suciedad de las calles, de lo que vi, de lo que sentí, de lo que viví…
Cuando nos volvamos a ver la próxima vez, pregúntame. Enciende mis recuerdos, mis vivencias, haz que traiga todos esos sentimientos a mi memoria y déjame que te hable de Varanasi.